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Nochebuena

Nochebuena

Me acuerdo de Nochebuena en mi pueblo: desde los villancicos de mi infancia por las calles, casa por casa, pidiendo el aguinaldo. Así, en casa de Jacintita, una mujer casada pero a la que Dios no le había dado hijos, y nos cogía en su regazo y le cantábamos villancicos “Ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos caminito de Belén, olé, olé Holanda; Holanda ya se fue. Cargaditos de juguetes para el niño de Belén…”

 Y ella nos miraba con su sonrisa y con su ternura y nos daba unos mantecados y unas peladillas y turrones y allí permanecíamos en esa casa de suelos de baldosas con dibujos coloreados de flores geométricas y con sus muebles de madera oscura, estilo siglo XIX.  Había cariño en esa mujer que recibía la alegría de esos niños infantiles con su coro de voces dulces.

 También pedíamos el aguinaldo llamando a las puertas y tocando la pandereta y la zambomba, zambomba hecha por mi padre con un tiesto de barro y una tripa del intestino del cerdo que con mucha paciencia habían dejado secar  de la matanza del año anterior y una caña de las barreras.

Barreras que rodeaban el pueblo situado en un cerro y  al lado del bebedero de las mulas, junto al  convento en ruinas donde se hacía un Pesebre o Belén con los personajes religiosos que el cura había dado menester prestar al pueblo para alegrarlo. Luces de colores navideñas rodeaban  toda la bóveda del citado convento y se veía desde bien lejos, desde la carretera nacional por donde pasaban muchos paisanos de los pueblos de alrededor, de paso para la capital de provincia o Portugal y se paraban a contemplarlo.

Sí, con la pandereta y la zambomba, casa por casa, pedíamos el aguinaldo, eso el 24 de diciembre antes de recogernos en nuestras casas para la cena de Nochebuena:” Dame el aguinaldo carita de rosa, dame el aguinaldo no seas roñosa. La campana gorda de la catedral se te caerá encima si no me lo das y si me lo das, pasarás las Pascuas con felicidad”.

Y en alguna ocasión no sólo nos dieron dulces típicos, sino dos reales o alguna pesetilla y las íbamos juntando con entusiasmo.


Maribel Fernández Cabañas


Cazar Historias

 Cazar Historias

 Salir una tarde del famoso puente de la Purísima con la intención de cazar historias, sentarme en una terraza de estas nuevas que han puesto con estufas y observar a la gente todos iban a lo mismo: a pasar la tarde de tiendas y tanta multitud con bolsas y árboles de navidad comprados en la feria de pesebres que hay en la plaza de la catedral y podría escribir la historias de muchos y todos iguales pues entre las masas no se distingue nada.

Acerté a salir del tumulto callejeando por la calle Argentería llegando a la iglesia de Santa María del Mar y luego al Paseo del Borne, seguía habiendo gente pero no multitud todo lo que se aleje un poco de la Catedral y de la otra “catedral del consumo” que es el Corte Ingles ya no es masificación, ya la gente está charlando en cafeterías y las pequeñas tiendas están abiertas pero desafortunadamente vacías, son boutiques de emprendedores y de diseño.

Seguí andando hasta llegar al  final del Paseo del Borne donde se encuentra el Centro Cultural en una gran plaza abierta desde donde se puede ver un cielo azul algo nublado y espléndido y mirando a la derecha, la Estación de Francia y a la izquierda el Convento de san Agustín. Había poca gente en este sitio donde no se vende nada.
 Así es que me senté en un banco con bufanda guantes y abrigo y en el silencio del lugar con la puesta de sol ante mi pude cazar una historia:
 Una mujer de unos treinta años pasando de modas con su abrigo rosa de segunda mano y sus mallas rojas y con zapatillas de deporte. Pedaleaba llevando tras de sí en su bicicleta a un bebé este  le dijo─ mamá quiero jugar y la madre se bajó de la bicicleta la estacionó, poniendo la pata de la bici en el suelo, y sin prisas estuvo sacando de su mochila cosas que le iba enseñando a su hijo  como por ejemplo unas pegatinas con dibujitos y el niño reía y las cogía y las iba como contando. También le sacó de la mochila un zumo de brik  y en sus caras y en sus gestos vi amor.

Y brindo por esa esa tranquilidad que me han dado esa madre y ese hijito en una ciudad que a veces se muestra borrosa.



Maribel Fernández Cabañas




Libro Nuevo

Libro Nuevo.

Hola amig@s del blog:

Hace unos años publiqué algunos de los relatos de mi blog del 2011 al 2012. Este es el enlace para quien lo quiera adquirir o descargar de internet:


Próximamente voy a publicar una selección de relatos escritos entre 2013 y 2014 con el titulo de “RELATOS COSTUMBRISTAS 2” que ya os indicaré mas datos cuando los tenga.

¡¡Abrazos a tod@s y gracias por leerlos!!


Maribel F.C.


Paseo Jueves.

Paseo jueves.

 Hoy he contemplado las olas  bravías del mar salvaje de un día con viento y con lluvia y este contacto con la naturaleza me ha hecho sentir la inmensidad de todo mi ser. El viento en la cara, el paraguas que volaba, las olas con su espléndido concierto de vaivén y de ruido musical, los charcos, las botas mojadas, pero no los calcetines.

 La nariz tapada, del constipado, pero para mí el salir es la vida: el salir a pasear y a contemplar.

Maribel Fernández Cabañas





ANA

ANA 

Mi madre me mandaba a casa de Ana a que le llevara las medias a arreglar, unas de color carne, otras negras, algunas con estampados de flores o las medias de malla. Yo iba contenta por esas calles empedradas y empinadas del pueblo, hasta que llegaba a casa de Ana y allí me sentaba un rato a observar como con sus hábiles manos y una aguja especial arreglaba las carreras y enganchones de las medias por cinco duros, en aquellos años sesenta.

Que divertido era ver la destreza, la simpatía, el desparpajo y la rapidez con las que esta mujer cosía las medias con una aguja especial y muy fina; las dejaba como para estrenar nuevitas. Al cabo de un par de días ya estaban listas para que mi madre las luciera el domingo para ir a misa o cuando salía a pasear con mi padre.

Pasaron 10 años y yo me fui a trabajar a Madrid e iba a este pueblecito del sur en vacaciones.Siempre guardaba mis medias no se las daba a ninguna costurera de la capital las guardaba para Ana que con su alegría me contaba anécdotas de mis padres y mis tios de niños.

Corría 1985 y fui a su casa pero ya todo se había girado, ella ya  no cosía  estaba en una mecedora de bambú sentada haciendo una colcha de  ganchillo con una aguja gorda de lana. Noté que había perdido parte de su gracia y la sonrisa. No me nombró sólo le preguntó a su hija: ─ ¿Esta es la hija de Alfonsa la madrileña? No seguía ninguna conversación repetía cincuenta veces las mismas historias de cuando ella era una niña y se montaba en la mula de su padre. Le doy dos besos y me despido de ella que esta como ausente.

Su hija me acompaña a la puerta y me explica aparte, resignada que su demencia senil va deteriorándola progresivamente. La abrazo, lloro y suspiro con ella, despidiéndome hasta sabe Dios cuando porque la empresa me ha trasladado a Paris.


Maribel Fernández Cabañas





Amanda

Amanda.

 Amanda estaba enferma  pasaba los días en cama débil sin ni siquiera poder pasar las hojas de un libro y sin nadie en Madrid. Sólo sus cariñosos vecinos la visitaban y le traían la comida aunque no tenía apetito.

Amanda que se pasaba el día en bicicleta yendo a su oficina y viniendo al piso…

Ahora el dolor en el pecho, la tos,  no se le iba.

 Amanda que en sus tiempos buenos había llevado al parque a los traviesos hijos de Teresa y en su piso de  soltera le había guardado a su marido un sinfín de esculturas que el por falta de espacio no podían guardar en su piso. Ahora esta la acompañaba  al hospital.
 Amanda, que estaba alicaída y mustia,  y después de pruebas le detectaron una tuberculosis con lo cual se tuvo que quedar ingresada.

 Por la ventana de la habitación apenas si vislumbraba el cielo. Ella que era de pedalear y de andar y ver, ahora  en  cama.

 Los días pasaban muy lentamente y sin color  sabanas blancas,  enfermeras médicos de bata blanca, el desagradable olor a alcohol y todo tan aséptico y cerrado. Añoraba el olor a lavanda que recién amanecido cortaba cada mañana del jardín de su calle,  los senderos del parque  a donde iba con los niños de teresa y corretear  y jugar entre las ramas de los ficus y magnolios gigantes al escondite. El aire, la libertad.

 Un día  llegó su hermana  en avión y le traía caracolas marinas, conchas de playa y fotos de cuando se resbalaban por las dunas de arena  de Tarifa, también le leía poemas de Alberti y le cantaba canciones de amor. 

Al cabo de dos meses pudo salir de la blanca habitación a contemplar los azules, verdes, amarillos y verdes colores de la vida.

Su hermana y ella, con una enfermera, permanecieron una larga temporada en la casa antigua de la familia  a la orilla del mar Atlántico en la provincia de Cádiz.

Una vez curada allí se quedó para siempre, con su nuevo trabajo de florista.

El mar era lo suyo, las cartas iban y venían del Atlántico a la capital de interior, cartas con olor a lavanda para Teresa.


Maribel Fernández Cabañas


Calma

Calma

Después de una semanita en las que las nubes habían inundado todo mi ser…

Hoy por fin en mí renace la vida:

-Un sábado soleado, de sol de verano y cielo de otoño.

-La calma de un día festivo sin prisas, sin recados urgentes, sin horarios…

Para tomárselo todo sorbito a sorbito, saboreándolo.




Maribel Fernández Cabañas



Engracia

Engracia

Suena el timbre de la puerta son las 12 del mediodía es sábado, Engracia, viuda de sesenta y tantos años, sale por el pasillo estrecho y abaldosinado de su piso  de Barcelona, cantando una canción de Nino Bravo “….dejaré tus campos por ti, dejare mis cosas y  me iré lejos de aquí… de día viviré pensando en tus caricias de noche las estrellas me acompañaran …“

¡Qué guapo hijo, que guapísimo estás!¡ anda pasa que hace mucho frío! ¡Mi niño que guapísimo está!. Ven que te voy a dar un “cola caíto” le dice al pequeño Quim de 2 años; que viene con su padre Joaquín, sobrino de Engracia y divorciado.

Han llegado en tren desde Tarragona, como cada quince días y Engracia,que ha estado siempre pegada a su marido y a la que Dios no le dió hijos, se vuelca en amores con la juventud y la infancia.

Joaquín se va directamente a la cocina a ver qué les ha preparado la tita porque huele muy bien ¡Um que rico un estofado de ternera!Luego se sienta con su iPhone ,se pone a chatear,  a mirar su twiter y su Facebook entonces la tita Engracia coge un cajón grande donde le tiene un sinfín de juguetes preparados para Quim  y se pone a jugar con él a los cochecitos de carreras . Disfruta como una enana.

Pasa el invierno y vienen la vacaciones de verano y es cuando Joaquín y Quim conviven todo el verano con tita Engracia, la cual llega a instalar internet y a comprarse un ordenador, animada por su cariñoso y zalamero sobrino. Este le abre una cuenta en el Facebook y contacta con los de su pueblo de Andalucía con el grupo” No eres de Bollullos si no…” y ella que se acuerda de todas las familias de su pueblo se hace miembro activa del grupo y ya ni estofado, ni gazpacho, ni jugar con el pequeño…
 ¡Ordenador a todas horas! y así trascurrió el verano encerrada en casa chateando con los de su pueblo.

 Llegó el invierno pronto, y un sábado a las 12 llaman al timbre y son ellos como de costumbre.  Engracia les abre dándole un beso de compromiso y con la bata puesta se va al ordenador:─¡ Que me he hecho amiga de “Andaluces por el mundo”!
 Joaquín no dijo nada, se fue directo a la cocina y no había comida ni siquiera estaba comprado el pan  Cogió el cajón de los juguetes y se lo dio a su hijo que jugaba solo porque la tita Engracia estaba por otros menesteres.

Pasó un año y Joaquín le dijo ¿ tita  nos vamos a Bollullos este verano? y ella encantada Allí se pasó los tres meses en la casa vieja del pueblo encontrándose con todas su amigas del Facebook y yéndose a la Peña Bética a jugar a las cartas o al Club de lectura de la Biblioteca Municipal o a la Asociación de mujeres donde hizo teatro y pintura, bien  distraída

Pasó el verano y Joaquín le dijo:─ ¡Tita que nos vamos para tu piso! ─¡ No hijo mío que yo me quedo aquí!, con mis 500 amigos a los  que los veo todos los días y me divierto mucho con ellos.


 Maribel Fernández Cabañas







Poder hacer un alto.

Poder hacer un alto.

Era un viaje planeado: paseo por las estrechas y solitarias calles de un pueblo costero lleno de arquitectura, tiendecitas, museos, palacios y un mirador en lo alto del pueblo, desde donde se podría contemplar el mar en calma y los barquitos de pescadores.

Pero al llegar, una multitud de gente se agolpaba en las calles: niños vestidos con su pañuelo al cuello y sus chirucas al estilo de los Bois Escouts, ¿Será una excursión que se dirige al Palacio de Mar y Cielo que hay en el mirador?

. Siguieron andando bajo un sol picante de tormenta de final de verano, Lucía contemplaba las pastelerías que era lo único que había abierto y se preguntaba ¿Pero si es 23 de septiembre y martes? ¿Qué raro que estén las tiendas cerradas con lo que le gustan a mi compañera?

Pasaron por una calle más ancha y llena de terracitas de cafeterías, donde la gente desayunaba sus ensaimadas y y café con leche y todos estaban como sin prisa y no eran turistas.

Cogieron una bocacalle y se dirigieron al palacio con el  mirador y la iglesia y gente joven que iba vestida  de blanco y con alpargatas y tobilleras con cascabeles.¡Ah! exclamó Lucia a su acompañante. Esto va a ser que van a bailar el baile típico catalán de los cascabeles: los siguieron y se vieron entre abuelas que salían de misa,” La colla del Águila” con pantalones de esparto para ir debajo de unas bestias de cartón duro que simulaban dragones, cerdos águilas y que llevaban en su boca grandes petardos para ir acompañando con fuego y tambores a los danzarines…

 En un momento el mirador se llenó  de humo, sonido acompasado de tambores y color de fuego.
Fue entonces cuando Lucia metida entre tanto bullicio le dijo a su acompañante: Me voy a la playa y bajó las escaleras empinadas y llegó a la estatua de Santiago Rusiñol donde encontró su libertad en un Poema a la Amistad del escritor Casas y es que no hay nada como compaginar momentos de alboroto con buena compañía y el poder hacer un alto para meterse en el espíritu de la poesía que colma el alma.

 Y ya de paso, leer  un cartel, en uno de los bares, que decía: Del 19 al 23 de septiembre “Fiesta mayor de Sitges”.


Maribel Fernández Cabañas

Traducción del poema a la amistad de Casas:
“Pues bien amigos míos (…)
Vi una tierra donde hacía más sol que en otros sitios,
Donde el cielo era más azul, el mar más azulada también,
(…)Venía a buscar paisajes y me aportaba apegos.
Venía a ver el mar y un mar he encontrado de gente honrada,
Alegres de labios y serios en su interior.
Venía como las mariposas a la luz y he caído en el fuego de la amistad”

Domingo 14 de septiembre.

Domingo 14 de septiembre

Qué maravilla a estas trempranas horas del día con mi perra a solas, todos están durmiendo: Los vecinos de la manzana, los coches, mi familia. Se acaban de apagar las farolas, me acompañan el fresquito de la mañana, el verde de la hierba mojada, los primeros rayos del sol, las primeras nubes.

 La luna que aún no se ha ido, el silencio que durará poco en este pequeño recodo de la gran metrópoli y que hay que disfrutar con todos los sentidos.


Maribel Fernández Cabañas



Música 1

Hacer las cosas con música.

Cuando la pereza ataca, una no tiene ganas de cocinar o de poner lavadoras o de tender ropa… y  si se encuentra sola, sin nadie que le ayude, no hay nada mejor que ponerse un poco de música en las orejas.

 Entonces entra el ritmo alegre en el cuerpo y todo cambia, una se inspira y se pone en marcha y se siente contenta y le ve el sentido a lo que hace luego encontrará una blusa limpia con olor a detergente  en su ropero y cuando llegue la hora de comer se encontrará aquel guiso que improvisó inspirado en la música pop o  el Soul o el Jazz o la canción española o latina, según los gustos y el momento.

Y hoy escuchando a Kissing My love he hecho unas pechugas de pollo con cebollita y con calabacines como único plato y luego de postre hemos tomado un arroz con leche de ese casero hecho a fuego lento con agua leche, una rama de canela, corteza de limón y ha dado tiempo a que se enfrie en la nevera y nos lo comamos escuchando Kiss FM.


Maribel Fernández Cabañas



Aquí en Menorca

Aquí en Menorca

Conviviendo con esta persona que hace esculturas de barro con figuras de mujer mientras mi hijo y mi marido se bañan en la piscina y yo escribo estas letras. Este amigo me ameniza con su buena conversación: Me habla de las costumbres culturales de la isla, de los paisajes más ajenos al turismo, de los petirrojos a los que echa pan en invierno y observo como se mantiene firme en su propósito de rematar la escultura antes de dejar su apartamento para ir a Andalucía a visitar a su familia.
Y ya todos juntos con la escultura acabada nos vamos a tomar un aperitivo al pueblo.


Maribel Fernández Cabañas



Los maridos

Los maridos

Ayer hablando  con una amiga salió el tema de nuestros maridos, tanto el suyo como el mío tienen estas cosas:
─ ¡Lucia no cojas la bici! que con tanto coche te pueden atropellar.
─ ¡Lucia ten cuidado!, no vayas al centro que te pueden robar el bolso.
A ella le dice su marido:
─Que la niña no ha venido aún y son las 12 de la noche anda llámala al móvil a ver si la han atracado.
─ Y a los 5 minutos él se pone a roncar y a mí me deja con el miedo en el cuerpo. ¡Hombres! No hay que hacerles caso, dice Leticia
Y nos reímos las dos porque parecen cortados por el mismo patrón
─Lucia que este mes hemos pagado más de luz a ver si no te quedas leyendo por las noches y deja de poner la secadora.
─Y para no echar leña al fuego me callo lo que pienso: ¿Y el caprichito de ordenador que tú te has comprado?
Que paciencia tenemos amiga, me dice Leticia y es que ellos lo que hacen es chinchar.
¡¡Son como niños!! Decimos al unísono y nos reímos mientras paseamos por La Rambla.

Maribel Fernández Cabañas

Transeuntes

Transeuntes
De vuelta a casa después de mi necesario paseo al atardecer lo veo todo más bonito.
  En mis paseos por las calles cercanas a los restos de la muralla, he podido observar cómo vive la gente que va de paso: unos se sientan en una extensión de tierra con bancos a hacer un descanso con sus mochilas, yo me siento también en otro banco vacío a contemplar las piedras que permanecen intactas desde la época romana. Este remanso de tranquilidad entre calles atestadas de transeúntes, como yo, que vamos mezclados entre la gente, unos con sus bolsas de compra, otros con sus móviles haciéndose fotos.
Dejo el resto de muralla y me adentro en Puerta del Ángel con sus famosas tiendas de marcas comerciales y tan globalizadas que en cualquier ciudad del mundo existen ( Geox, Desigual, Zara …) y claro para mí eso no tiene encanto, sólo que voy a descambiar la blusa que me compré hace una semana por otra que me combine mejor con el pantalón nuevo.
Para llegar a la quinta planta cojo el ascensor, ahí nos encontramos una masa humana de unas diez personas, una ancianita en su silla de rueda lavadita, peinadita y asistida por una mujer que resopla mostrando su cansancio, un chico entrado ya en los 30 con su perrito como el de Tintín y una bolsa grande de papel dorado, parece feliz con lo que muestra tener. El calor del ascensor es molesto y la anciana de la silla de ruedas cada vez que paramos en una planta pregunta con un hilo de voz: ─ ¿ya salimos? ¿Ya salimos?
Claro es normal que en las tardes tan pobladas de esta gran ciudad, una cuando llegue a su casa se sienta contenta, pues son preferibles estos 16 metros de terraza desde donde escribo y corre el aire y veo los árboles moverse y a mi Nina la perrita mirar por la baranda .En definitiva estar un ratito sola conmigo misma. Eso sí  con mi blusa, que esta vez la he comprado blanca que combina con todo.


Maribel Fernández Cabañas

Llorar y reír

Llorar y reír
Con mi amiga Leticia siempre acabo llorando de la risa que me entra y es que aunque hablemos de calamidades de la vida siempre le da un giro al humor y aunque sea pleno julio y esté cayendo una buena tormenta y vayamos en sandalias mangas cortas y mojándonos los pies.
─¡ Me encanta la lluvia es como si limpiara el ambiente! dice ella mientras las dos vamos agarradas del brazo, cobijándonos en su paraguas al que me ha invitado a entrar y yo contenta he cerrado el mío
Estamos al lado de la catedral calles estrechas y vacías. Sólo unos pocos turistas sin guía, pues hasta estos han cancelado la excursión prevista. Pero nosotras nada de cancelar encuentros, aunque llueva y truene; ya sea verano o invierno. Nosotras mantenemos el día fijado. Nos reunimos los días nueve de cada mes y pasamos del hombre tiempo, porque lo que nos une son nuestras risas y nuestras confidencias y nuestro amor por la amistad y por los relatos.

Maribel Fernández Cabañas





Laboral de Cáceres

Laboral de Cáceres
Recuerdo cuando mis amigas quinceañeras y yo íbamos las tardes de fines de semana, después de haber estado de lunes a viernes en la laboral internas estudiando horas y horas, pero primeramente habíamos asistido a clases por la mañana. Allí,entre otras niñas adolescentes como nosotras, lo que hacíamos era estudiar y estudiar.No obstante salíamos los fines de semana con una autorización firmada por nuestros padres. Las educadoras nos dejaban salir a Cáceres hasta las ocho de la tarde.
 Ateniéndonos a esos horarios cogíamos el autobús especial de este mundo nuestro de   cuatro años de internado.No nos faltaba de nada: cine, comedor, salas de estar para escuchar música, cafetería, pistas de baloncesto y balonmano, piscina climatizada…
Nuestra vida giraba en torno a esa amistad y esa familia nueva que éramos nosotras las quinceañeras del internado de la Universidad Laboral, con niñas venidas de todas las provincias españolas e incluso de las islas Canarias y de las islas Baleares y esos profesores que subían tanto el nivel académico.
 Las educadoras como por ejemplo Pilu ,que era asturiana,  nos explicaba: “Luego cuando vayáis en vacaciones a vuestras casas amoldaros a la humildad que reina en ellas y no le exijáis a vuestros padres el lujo que tenéis aquí”.
Por otra parte la educadora Marisa nos dejaba un ratito más la luz encendida por la noche, en nuestras habitaciones de dos literas.
Esa rutina se rompía los sábados y domingos con los pastelitos de plátano en la calle Pintores. El champú de color celeste,  de la perfumería de la calle Cánovas, los tejanos Lee que eran nuestras compras, recorriendo la antigua ciudad. También los exámenes de reválida de sexto de bachillerato en el Instituto el Brocense, con todos los niños a los que sólo veíamos los fines de semana. La primera vez que me rocé el brazo con uno me puse hasta colorada, de no verlos ni en pintura, y sentí un bochorno muy incómodo y él ni siquiera se dio cuenta,  porque estaba acostumbrado a la Escuela Mixta.
 Estas eran nuestras ocasiones fuera del internado y sin uniforme, pero nunca llevábamos faldas, siempre nuestros vellos en las piernas tapados con pantalones y cuando se celebraba algún acto institucional y había que ponerse la falda tableada  a cuadros, me tenía que depilar con maquinilla de afeitar,  así que luego me crecían los vellos como cactus y me pinchaban las piernas.
En la ciudad de Cáceres además de todo esto también íbamos a hacernos fotos en el Arco de la Estrella o a tomar una Fanta en la Plaza Mayor en la cafetería El Pato y nos sentábamos allí a reír y a charlar compartiendo la alegría del Centro Histórico.  Por último, paseábamos haciéndonos fotos de recuerdo, que luego le mandábamos por carta a nuestros padres, hermanos o amigas del pueblo. Fotos, por ejemplo, dándole un beso en los pies a San Pedro de Alcántara en la Plaza de Santa María, para que nos buscara un buen novio.


Maribel Fernández Cabañas

Dulces de panadería.

Dulces de panadería.

Corría un frío otoño y al entrar en la hermosa panadería por el portalón grande que daba a la calleja de la calle Real todo era  una sala calentita con un gigante horno de leña que los mozos con pantalón blanco y batín a juego avivaban y medían la temperatura, con una especie de reloj grande que marcaba los grados.
 Primero cocían el pan y mientras tanto mi madre con nosotros, su recua de hijos, sacaba las latas o moldes de los baños de barro y cerámica, donde ya estaba hecha   la masa  traída de casa, para hacer las magdalenas perrunillas y mantecados y así tener dulces para un par de meses y que duraran hasta navidad.
 El agradable olor a masa de pan calentita cociéndose en el horno y Lorenzo el panadero metiendo la masa de pan blandita, con una pala de madera en el gran gigante de fuego. Mientras tanto el mozo ayudante en un depósito, como una enorme olla de acero inoxidable, removía la masa de pan pesada y con un utensilio de madera le daba vueltas y más vueltas removiéndola con sus fuertes brazos.
 Nos aposentamos en unas largas mesas de madera, blanqueadas por  restos de harina. Soltamos la masa espesa de las perrunillas encima y le íbamos dando forma, amasándola con la mano y después con una brocha de pastelero y yema de huevo batida las pintábamos, era todo un divertimento.
Que gozada ponerse a hacer dulces sin los abrigos y poder estar en mangas de camisa y con delantalitos a cuadro. Luego echar la masa de las magdalenas en los moldes de papel blanco con una cuchara y llenarnos el dedo índice de masa para vaciar bien la cuchara y de paso relamernos el dedo, que era como un adelanto del festín que vendría después.
En medio del proceso cantábamos y reíamos, hacíamos figuritas con la masa de los mantecados con moldes en forma de estrella, media luna o de corazón.
 Se nos hacía la mañana muy corta, no teníamos prisa, nunca había prisas.

Maribel Fernández Cabañas








Concierto de fin de curso

Concierto de fin de curso.

Qué maravilla como cantan estos jóvenes. Qué ambiente crean con sus voces. Que felices se les ve y que armonía hay en el grupo.
Y yo allí entre el público, inmersa e integrada en el ambiente que crean y me enorgullezco de ver cómo se esfuerzan y sacan partido de su voz; consiguen que el público los adore y les aplauda.
Escucho y miro a la profesora que hace la introducción al concierto con sus ojillos brillosos de disfrutar y transmitirle a todo el grupo el encanto que tienen en sí mismos en su preciosa voz y en su expresión corporal en el escenario.


Maribel Fernández Cabañas


Pequeño encuentro.

Pequeño encuentro.

Sentadas en una mesa de la terraza anclada en la arena de una playa tranquila, tres amigas, que hacía meses que no se veían, se cuentan sus vidas. Sus lazos de amistad las animan a contárselo casi todo, les une una afición: la escritura.
Se ríen, se dan consejos para vivir mejor, se alegran de sus triunfos, se entristecen por las vicisitudes. No faltan los ánimos para seguir luchando porque las tres sin excepción son luchadoras y constantes en sus esfuerzos. Marta está cansada de su trabajo haciendo sustituciones en institutos de secundaria, Ángela algo mayor y con la jubilación anticipada, como maestra de primaria, al escucharla observa que nada ha cambiado en la enseñanza: el poco afán por aprender de la mayoría de los alumnos, el poco entusiasmo por enseñar del maestro que va a pasar las horas y a cumplir con su expediente pero  alienta a Marta para que ella haga su trabajo bien y no se deje sumergir en ese ambiente. Con el tiempo llegan las satisfacciones, algún día recibirá un mail de un alumno agradecido porque ya está en segundo de Universidad o una felicitación por navidad de una alumna que se sentaba en la última fila.
Y Leticia, que es la madre veterana, nos va contando los aciertos y errores en la vida de los adolescentes y la virtud de los padres de saber escuchar a nuestros hijos y se muestra optimista ante la nueva generación.
Se despiden de la brisa suave y primaveral hasta el próximo encuentro que será ir de tapas por las bodeguitas del barrio gótico una noche de verano.


Maribel Fernández Cabañas


Tía Eli

Tía Eli.

Había viajado para ver a mis parientes desde Londres a un pueblo de España. Tenía mucha ilusión por ver a mi tía Eli de noventa años, mi querida tía la única tía cariñosa que me quedaba de las hermanas de mi madre. Sabía de ella por Rita, una prima mía de sesenta años muy arraigada en el pueblo. Una mujer con principios de lo que es ser honrada y cabal y ella vio que mi tía ciega y con parálisis de nacimiento en una pierna que le hacía perder el equilibrio no podía estar sola.
Recuerdo que cuando mi tía Eli tenía unos cincuenta años, se agarraba fuertemente a mi brazo de quinceañera todo músculo y huesos. Era  verano y nos alejábamos del calor del pueblo y nos íbamos a las Playitas de Cádiz... Sí, ella andando por la calle perdía el equilibrio y se agarraba como un tornillo a mi brazo, que hasta me hacía daño, pero yo no me quejaba y soportaba el pellizco de sus dedos también huesudos…  Era mi tía, mi pobre y risueña tía que tenía esa disminución.
Cuando entré con mi prima en el chalet-residencia, blanco con jardines y enredaderas y suelo de azulejo rojo con cuadritos amarillos. Iba con el entusiasmo de ver a mi Eli. Sí con la que tantas veces me había reído desde el auricular del teléfono. Ella, en su casa viejuca de pueblo y yo en mi piso de capital, ella sin casi ver los números de teléfono para marcar mi número, pero que siempre me lo pedía para llamarme en mi cumpleaños. Y así con esa ilusión de hablar conmigo se quedaba hasta que yo la volvía a llamar.: Pero ya últimamente ni ese lazo conservaba de mi tía. El último invierno que la vi en su habitación del pueblo, Eli estaba hecha un cuatro en la cama y encogida de frío.
 Y cuando la volví a ver, en la residencia, calentita, abrigada fue la emoción la que le inundó, al oír  a mi prima  decirle al oído: tía Eli que está aquí  la prima Lucía de Londres. Su cara, que en un principio era como pensativa y relajada, se tornó en una sonrisa, las arrugas y los gestos vibraban y sus canas se movían buscando mi rostro para besarme. Nos besamos y abrazamos muchas veces. Yo le dije: qué guapa estás Eli y ella me dijo: yo a ti no te veo, pero debes de estar también muy guapa.
Le hice una descripción de la residencia tan bonita en la que estaba y que en las paredes de la sala de estar donde ella y otros tantos ancianos se encontraban, en silla de rueda, había hermosos cuadros pintados al óleo por la prima Rita.
Pero no le dije que  había una mujer que gritaba y me llamaba, gritaba tanto que me inquieté y se me rompió el estar con Eli., porque ya no era la tranquila casa de pueblo de tía Eli. Me di cuenta de que allí estaba, porque necesitaba un cuidado especial y Rita no podía dárselo a pesar de que la visitaba cada día, ni yo tampoco, y me fui suspirando y pensando que quizá eso en vez de una visita había sido una última despedida.


Maribel Fernández Cabañas


Bordados.

Bordados
Recuerdo cuando yo y mi hermana íbamos con las  botellas de Coca-Cola de dos litros llenas de agua congelada, agua que se iba deshaciendo con el calor en plena siesta sofocante. Pasábamos esas horas de calor bordando sábanas de Holanda para el ajuar de mi prima la mayor, sentaditas en sillas de nea, menos la silla de Merceditas que no nos la dejaba tocar Juliana. Era la silla de la hija del médico con el respaldo de madera labrado con sus iniciales y el asiento tapizado en color granate aterciopelado y como Merceditas faltaba mucho porque pasaba los veranos haciendo recuperaciones en su colegio –internado pues a todas se nos antojaba esa silla, ante la negativa de Juliana:
 ─ ¡No esa silla no,  que es  de Merceditas!
Entre trago y trago de agua fría, unas niñas de la botella del congelador y otras del botijo de barro, pasábamos las horas de más calor a la sombra de la sala grande de coser que daba al patio, donde si nos portábamos bien nos dejaba salir con las sillas.
 Allí sentadas alrededor del pozo de agua blanco enjalbegado, bajo el sombrajo de lona gris, hacíamos festón, vainicas, bordados de filtiré en la tela cara de Holanda puesta en un bastidor. Nuestras entrenadas y ágiles  manos  ya habían pasado por coser en telas de peor calidad  y por hacer muestrarios y “tú y yo” de punto yugoslavo en telas de mantel de cuadritos.
Juliana era muy seria y tenía una verruga blanca en la nariz, gritaba con voz chillona:
 ─ ¡Niñas a coser, nada de hablar!
 Pero aunque yo era de las formalitas me apuntaba a las risas de Ana Majuelo y mi prima Rosaura que siempre se inventaban algo para jugar o cantar. Teníamos un ratito de asueto en las traseras de su corral, que daban a las barreras del rio, y estaban llenas de chumberas .Mi hermana y yo nunca  habíamos tocado los higos chumbos porque eran como cactus. La señora Juana los vendía en un cesto por la calle ya pelados y decían que eran frescos y ricos. Fruta de las chumberas de los alrededores del pueblo que aquel día me entere bien de lo que eran: Un sinfín de infinitos pinchos tal cual alfiles  se me metieron por la espalda sin yo verlos y por todos los brazos y piernas; mi madre con sus risas me los fue quitando con unas pinzas de depilar las cejas, de uno en uno y me llenó todo el cuerpo de polvos de talco para que pudiera medio dormir.
 Desde ese día vi que los higos chumbos no eran para mí, que prefería coger unas inofensivas naranjas de cualquier huerta del pueblo. Pero le acabé unas sábanas de Holanda bordadas en blanco marfil, con florecitas, hojas y bodoques para mi prima Rita, la cual quedó tan contenta conmigo que cuando enseñaba su ajuar a todas las vecinas les decía que era yo la autora del bordado, una chiquilla de 12 años.


Maribel Fernández Cabañas


En casa de mi abuela

 En casa de mi abuela.
En el primer paso de casa de mi abuela, a mano derecha, había una sala con el piso de baldosas rojas y blancas tipo ajedrez, con una ventana inmensa que daba a la calle principal. Los muebles eran los del ajuar de mi madre, donde guardaba tacitas de loza preciosas y nos dejaba sacarlas para jugar a las casitas, también estaban los del ajuar de mi abuela de otro estilo más sobrio y que no podíamos tocar. A esa sala daban dos alcobas: Una la nuetra “la de las niñas” y otra la de mis padres; la de mis padres tenía un misterioso armario empotrado que era de uso y disfrute exclusivo de mi abuela y estaba prohibido abrir.
Un día en el que mi madre invitó a comer a mis primas y mientras todos los mayores estaban en su rato de asueto: mis abuelos dormían la siesta en su habitación, en el ala izquierda de la casa y mis padres estaban en el cuarto de la cocina, al fondo del todo charlando de sus asuntos en voz baja.
 Las niñas nos fuimos a la alcoba de mis padres, a donde no entraba la luz del día, encendimos la bombilla tapándola con un pañuelo de seda de mi madre, para que nadie descubriera, por la luz encendida, que estábamos allí.
Nos pusimos a rebuscar en el pequeño armario empotrado de mi abuela, al ver la llave puesta, donde nos quedamos atónitas e ilusionadas, como cual pirata cuando encuentra un tesoro. De allí sacamos tesoros inservibles y valiosos de un mundo que todavía nos estaba vetado: Una mantilla negra con su peineta, un traje de bodas, una peluca bien puesta en un maniquí, una magnifica cámara de fotos, como las que habíamos visto en las películas y que nadie del pueblo tenía y un artilugio de mano con cable eléctrico, que al enchufarlo a la pared hacía mucho ruido y movía sus tres ruedillas .Nuestros ojos infantiles abiertos como platos no podían abarcar todo aquel mundo de tesoros desconocidos y excitantes y empezamos a utilizarlos como nuestra edad nos daba a entender .
Al cabo de un buen rato las muñecas, de sonrisa paciente y el  pelo largo aparecieron afeitadas al rape y mi abuela se presentó con un camisón blanco de gasa diciendo niñas: ─ ¿Qué ruido es ese que me ha despertado? y cuándo vio lo que habíamos hecho, gritaba llevándose las manos a la cabeza: ¡Jesús José y María!, ¡Por los clavos de Cristo! ¡Eso es de los tíos de Madrid!  Salimos a correr y a escondernos al corral con las gallinas. Aquel día nos habíamos adentrado en el mundo adulto que tan prohibido teníamos.


Maribel Fernández Cabañas




Un día primaveral

Un día primaveral.
Ellos habían decidido pasar el día solos de pareja y se desplazaron a la otra punta de la ciudad, Luis amante de la fotografía y Lucia enamorada de las flores. Se despertaron a buena hora y se fueron a los jardines de Cervantes, en un barrio que no solían frecuentar por la lejanía con el suyo. Pero de vez en cuando conviene hacer una excepción.
Lucía se puso sus sandalias negras de verano, las que llevó a la comunión de su sobrina, y un vestidito tejano para irse poniendo morenita de cara al verano. Luís su pantalón corto, sus bambas y su camiseta polo lila que tan bien le sienta.
Los jardines estaban solitarios era fiesta en la comunidad autónoma y quedaba poca gente en la ciudad.
Los dos paseando de la mano y el haciéndole fotos a ella, en medio de los rosales, mientras Lucia respiraba el fresco aroma de las rosas. Un jardín inundado de frondosas rosas.
Pasearon durante un par de horas y luego se sentaron a la sombra de un bosque de cañas de bambú donde se tumbaron en las toallas y se acariciaron y se besaron. Allí hicieron un lecho efímero de amor entre la soledad del pequeño bosque que los refugiaba.


Maribel Fernández Cabañas


La señorita Inés

La señorita Inés.
La señorita Inés vivió siempre apegada a su madre, viuda .Desde bien joven, la señorita Inés tuvo muchos pretendientes, pero a su madre no le gustaban.
 Por ejemplo, al hijo de Samuel el de la lencería no lo quiso su madre, allá por la guerra civil, porque en un pueblo de agricultores y ganaderos el que no tenía tierras ni ganado no era un buen partido, se excusaba la madre.
Pero la señorita Inés le lloraba a su madre y le suplicaba para que le diera su consentimiento y la madre le decía: tú te quedarás conmigo para cuidarme en mi vejez. Y así sucedió.
 A Francisco el maestro también lo rechazó como yerno con la excusa de que no tenía propiedades sólo un mísero sueldo de maestro con el que no podrían mantener a una familia.
  La pobrecita Inés asistió con melancolía a las bodas de sus amigas, y soñaba con un traje blanco para casarse con el maestro pues ya había perdido al de la lencería, el cual contrajo matrimonio, por todo lo alto, con su amiga Rosita su más íntima, que cuantos suspiros le costó a Inesita esta boda.
Pasaban los años e Inés iba a misa mayor los domingos con su madre y después de pasar por la calle principal del pueblo y alternar con todas las amigas, vecinos y familiares del pueblo, todos de punta en blanco, Inesita que ya tenía cincuenta años y le tenía que decir a su madre que le diera unos céntimos para ir a tomar el vermut, no disponía aún de monedero propio.
La madre murió de un infarto mientras dormía y después de un digno y bonito entierro, la señorita Inés abrió su casa a las visitas y se compró unos muebles para el ajuar porque ella todavía se sentía joven para enamorar a un hombre.
Inés empezó a  ir a coser todas las tardes a casa de una vecina, al lado de la casa del maestro, aprendía  corte y confección por unos duros al mes. Y al salir al anochecer, se iba a dar un paseo con el señor maestro que la esperaba a la salida del taller, había permanecido también soltero aunque su pelo ya pintaba canas.
Su querido Francisco, el maestro, un día la sorprendió con una cajita de joyería. Inés empezó a temblar de emoción y la cogió entre sus delicadas manos, sonreía nerviosa y cuando lo abrió era un anillo de compromiso.
Continuaron saliendo todos los días hasta que ya la gente del pueblo los veía acaramelados despidiéndose cada noche en la puerta de Inés.
Y  sucedió  un día que Inés se vistió de blanco y se casó con Francisco. A la feliz ceremonia asistió todo el pueblo con sus amigas y las hijas de estas en primera fila. Inés no pudo evitar unas lagrimillas de atrasada felicidad cuando su flamante esposo le juró ante el altar, con voz temblorosa, que la amaría todos los días de vida que le quedasen con la mima devoción que en aquel momento.

Maribel Fernández Cabañas.




Abuela Paca


Abuela Paca:
Me acuerdo de ti por un programa que he oído en la radio sobre las abuelas. Me acuerdo de cuando pasabas el sacudidor por las paredes de tu casa y quitabas las telarañas del techo. Estoy viendo el sacudidor, era un cacho trapo atado a un palo y ¡cómo cuidabas de tu casa! Te veo en ese pasillo largo que tenía tres pasos: el primer paso, el segundo paso y el tercer paso.
 El primero era el que tenía unos maceteros altos y unos cuadros de fotos en blanco y negro de escenas de una familia de la época sentada en una silla, una mujer con el pelo largo con bucles que me recordaba a la canción que tanto se cantaba en las verbenas de las fiestas de verano por la noche en el caluroso pueblo del sur en el que me crié, la canción era: Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena con los ojos de misterio y el alma llena de pena …
En tu casa de paredes blancas enjalbegadas también tenías bodegones fotografiados en color sepia de piezas de caza como perdices y frutas recién traídas de la naturaleza, como era nuestro pueblo todo rodeado de campo con naranjos olivos y huerta de higueras, nogales melocotoneros y almendros. El agua que no dejaba de correr por el rio Guadiana y por sus canales y acequias donde trabajaban tus hijos y tú marido y a dónde íbamos todo el pueblo en romería a celebrar el día de San Isidro labrador

El segundo paso tenía una chimenea grande y una especie de cocina donde nos sentábamos en una mesa camilla a asar castañas en el fuego de la chimenea y una despensa pequeña como una alacena que tenía unas puertas de madera con agujeritos para que le entrara el aire a los alimentos que tu guardabas allí  por ejemplo: queso, chorizo, cola cao, galletas y que tanto nos gustaba abrir a nosotros tus nietos de cinco a diez años.
Y como la casa tenía doblado, al que nunca subíamos los niños porque ahí mi padre, tío Aurelio y abuelo Aurelio tenían herramientas importantes de labranza que no podíamos tocar y a veces subíamos con uno de ellos y ¡cómo se les caía la baba enseñándonos sus preciados menesteres!
Pero nos dejabas hacer la cruz de mayo en el hueco de la escalera que decorábamos con un pequeño altar, una cruz de bronce que nos prestabas y unos geranios del patio. Así pasábamos entretenidas el mes de la virgen y cantábamos poemas que nos enseñaban en la escuela a la ficticia Virgen María a la que le dedicábamos el altar que para nosotras solo tenía un sentido lúdico.
En el tercer paso había un salón grande cerrado por la puerta acristalada con ventanitas
de madera y su pestillo de hierro, desde la que veíamos las escaleras del patio todo lleno de geranios y plantas de claveles con su aromas fresco y perfumado y era donde comíamos todos juntos en una mesa comedor larga y de madera de fresno, con su hule a cuadros blancos y azules que nos peleábamos por recogerlo y enrollarlo en una caña que había secado y pulido  abuelo del cañaveral del río. A ambos lados del comedor había dos cuartos grandes uno con el aceite en una tinaja enorme de lata (el aceite para todo el año) y los chorizos y jamones colgados del techo. Este cuarto no tenía puerta sólo una cortina oscura de lona marrón y allí las que más entrabáis erais tú, mi madre y las titas. No recuerdo haber visto entrar  a ninguno de los hombres de la casa.
Pero el cuarto más cálido era aquel en el que tenías la cocina económica de carbón en el que en las tardes de invierno mientras se cocía el guiso lentamente, escuchábamos contigo el programa infantil de Perico y Periquín de la radio con la voz de Matilde Conesa y luego tú nos contabas el cuento de Los siete cabritos y el Lobo y con tu exquisita elocuencia nos trasladabas al mundo de la fantasía y entre telas, tijeras agujas e hilos nos enseñabas a hacerles vestiditos a nuestras muñecas.

Maribel Fernández Cabañas












Buenos días

Buenos días.

No hay nada mejor que salir un rato en bici con un buen libro en la cestita  a tomar los rayos del sol y hacer un poco de bicicleta por la playa de esta gran ciudad sin tráfico y sin ruido de coches, por ser hoy fiesta.
Pedalear con la chaqueta puesta e ir entrando en calor y quedarme en mangas cortas y que los suaves rayos del sol primaveral me bronceen la piel blanca de todo el invierno protegida por la ropa.
Pararme en un banco frente al sol, leer unas páginas de la autora de literatura castellana Soledad Puértolas en su novela “La señora Berg” y meterme en otra vida que es muy ajena a la mía y que me transporta a mundos desconocidos y personajes nuevos que están vivos en la lectura.
 Levantar la cabeza del libro de vez en cuando, para contemplar a todos los que también disfrutan como yo de su paseo o esfuerzo tempranero por ponerse en forma. En lo cercano siempre hay un momento o lugar donde adentrarse en un espacio de recreo y disfrute.


Maribel Fernández Cabañas


Una alegría

Una alegría

Con sus ensayos y reensayos, mi hijo y su grupo de canto e interpretación me han dado una alegría. Todos en un escenario han cantado individualmente un solo, luego se han ido alterando con coreografías en grupo, ante el público en un teatro no comercial.
Él ha sido quien ha comenzado con una canción en inglés,idioma que desconozco, no entendía nada más que la palabra “imposible”que se repetía en el estribillo .Pero por su voz grave, cálida y afinada y los gestos de todo su rostro y el mover de los brazos me ha hecho trasladarme a unos sentimientos que me transmitía su tono de voz, sus gestos me llevaban a una amistad que se ha perdido, o un amor “imposible”.
Luego, uno tras otro, han ido pasando por el escenario sus amigos y amigas y he podido vibrar como si se tratara de uno de los musicales del teatro Royal de Londres.
Pues se han despedido con una canción interpretada en grupo y con sus brazos han dibujado un corazón. Un corazón de voces y de personas dando todo lo mejor a  los que les aplaudíamos desde las butacas.
 

Maribel Fernández Cabañas


Mi vecina Julia

Mi vecina Julia.
Julia me transporta al mundo de los abuelos que madrugan los domingos y dan un paseo matutino cogiditos del brazo por esta calle ancha en la que vivimos y que no tiene edificios enfrente, que da al paseo marítimo donde andando unos cincuenta metros hacia el horizonte, te encuentras con las olas, la arena y los pescadores, a esas horas matutinas en las que Julia y José pasean. Los veo desde mi balcón mientras estoy regando las plantas con flores primaverales y echándole de comer a mi mascota Nina.
 A media mañana cuando estamos el animalito y yo  en el salón- escritorio, esperando a que alguno de los habitantes de nuestra casa se despierte, para saber si vamos a comer los tres juntos o no, sólo la música clásica rompe delicadamente el silencio y me hace más agradable la lectura que tengo entre manos. Ellos están soñando  en sus habitaciones porque han trasnochado en la noche de sábado, sin ni siquiera  salir de casa, entretenidos con sus hobbies nocturnos, muy contrarios a los míos que son cerrar los ojos tempranito.
De pronto suena el timbre y yo contenta porque serán los pequeños vecinos de cuatro o cinco años, que vienen a por caramelos y a contarme a donde van a ir con sus padres o ¿será Julia?, ambos bienvenidos. Traen la energía del día, del sol, de la actividad alegre de un domingo, en el que Julia me da los buenos días y me cuenta la receta que va a hacer y me pide el ingrediente que le falta, a la vez que me relata quienes van a ser los comensales: Sus “nietecicos”, como dice ella con diminutivos de su tierra granadina, su hija y su yerno. Ella cocinará una paella para todos y a mí me llega el olor a pimientos sofritos con un poquito de tomate y lo olfateo imaginándome que está puesta la sartén al fuego, mientras me pide arroz y le agradezco que no me pregunte por mi familia, tan diferente a la suya que está despierta y dispuesta a sentarse en una mesa grande como a mí me gustaría. Y me alegro de tener ese paquete de arroz que me pide y de estar vestida y bien peinada para poderla recibir.
Al rato, cuando ella se va, mi hijo me da los “Buenos días mamá”, con los ojos medio cerrados y el pijama puesto. Siento la alegría de tener a alguien despierto a quien ponerle un zumo de naranja y me pregunta: ¿Era Julia verdad? ¿Y que venía a pedirte? Entonces yo ya sé que hoy domingo comeremos tarde, porque los esperaré. Me vuelvo al salón con mi libro y me recreo felizmente, en unas líneas que escribe una mujer con el pelo canoso y que me encanta: Carmen Martín Gaite, en su libro “Lo raro es vivir”. Y en ese momento viene sigiloso mi marido a contarme lo que ha soñado y dejo a esta escritora fantástica y me voy con él a la cocina. Le preparo un café y él me da un leve beso medio adormilado.
Entonces yo ya sé que nosotros hoy comeremos de forma muy diferente a Julia: un pollo asado que recogerá mi marido en el asador del barrio. Y que la paella de la escena familiar que me cuenta Julia en mi casa se pospone a la noche, que es cuando mi familia está en plena actividad: Se ponen manos a la obra en el fogón con los fideos chinos con verduras, a las nueve de la noche, y yo digo: ¡Nunca es tarde si la dicha es buena!
Maribel Fernández Cabañas


En la tienda de móviles.

En la tienda de móviles
Entré en la tienda de móviles y una pareja jovencita de japoneses con su bebé, estaban rellenando infinidad de papeles para comprarse un móvil y le pedían el pasaporte. Su bebita en la mochila algo inquieta, seguramente cansada de estar en la tienda pequeña y sofocante.
 Entonces su madre la coge de la espalda de su padre, la saca de la mochila, le da el biberón con agua y le pregunta que si quiere volver a la espalda de papá; la niña indica con la cabeza que no, con su carita redonda, tez blanca y unos ojos achinados negros y un pelito liso negro a melenita y un vestido de algodón rosa.
 Se notaba que ya llevaba mucho tiempo haciendo turismo y recados por la ciudad. La madre bajita con ropa de montaña de verano y una coleta mal hecha, atada con una goma negra,  la saca en brazos a la calle y allí se quedan esperando al padre. Mientras tanto yo, después de una hora de cola, le digo a la chica de veintiún años de ojos azules y pelo castaño claro, que tengo delante en la cola, que si por favor, me guarda la vez que voy a tomar el aire.
Cuando entro de nuevo en la tienda, pasado unos escasos minutos, ya está la dependienta atendiendo a un americano de unos treinta años. Miro y sólo tengo delante a dos abuelitos y a la chica que me está guardando la vez, el abuelo acaba de llegar también de la calle de tomar el aire. Y es entonces cuando un señor elegante y grueso pregunta visiblemente  enfadado: -¿Acaso no hay aire acondicionado en esta tienda? -No responde la dependienta.- Pues deme el libro de reclamaciones – ¡cuando llegue su turno se lo daré señor ¡ responde la dependienta africana de unos veinte años masticando chicle y con unos grandes pendientes de aro.
El americano acaba pronto de hacer su gestión, los abuelos más rápidos todavía y la chica que yo tengo delante también y se van.
Pero cada vez va entrando más gente en la asfixiante y pequeña tienda e interviene una mujer de unos sesenta años acompañada de su marido y con un pañuelo de lunares blancos y el fondo lila liado a la cabeza:- mis cartas del tarot dicen que hoy aquí vamos a acabar mal, sentencia la señora con mala baba
Yo le contesto:- No tiene por qué ser así. El marido le hace un gesto para que se vayan y yo le cedo mi turno al otro señor visiblemente enfadado que se pone a escribir  una reclamación apoyado en un mostrador- vitrina de cristal donde están expuestos los móviles Samsung, Nokia, etc. con etiquetas y sus precios y sin parar de quejarse ¡no hay derecho sin aire acondicionado!
Yo que estaba deseando de irme esperé hasta que por fin me tocó el turno, compré mi móvil y observé a la dependienta tan joven y con tanta calma la cual iba haciendo su trabajo sin inmutarse y me dije a mi misma: ¡La que se puede liar cuando se junta una multitud de personas en un espacio reducido y cada uno de su padre y de su madre!


Maribel Fernández cabañas.  


A la orilla de los puentes del Sena



 A la orilla de los puentes del Sena.

Cuando Julio y yo recorrimos los puentes del Sena, en aquel verano en el que dejamos a nuestro hijo a cargo de su tía Ester y nos hospedamos en un pequeño hotel no muy alejado de Notre Dame.
 Contemplábamos la vida que circundaba en ese mercadillo antiquísimo de libros de páginas amarillas y llenos de gente sencilla que miraban compraban incluso hojeaban, eran parisinos humildes.
Había otro lugar muy especial para los que no habían podido veranear, un lugar en la orilla del Sena tan bonito como las playas de siempre con su casetas vestuarios a rayas azules y blancas y sus tumbonas de madera y lona del mismo color, la gente era feliz en esa playita y aprovechaban para brocearse y relajarse tomando los rayos del sol y contemplando el animado río y a los turistas que pasaban en las grandes barcazas de paseos no tan asequibles al bolsillo.
Y es que los puentes del Sena tienen luz, vida y belleza.

Maribel Fernández Cabañas.



Ilusiones rotas

Ilusiones rotas.

Lucía era medio feliz, porque feliz del todo no se puede ser, siempre hay algo. Ella había recogido algunos relatos cortos del blog, los había trabajado intensamente y los había presentado a concursos literarios y estaba esperando contestación .Mientras tanto seguía en esa línea del esfuerzo como escritora amateur.
Hasta había decidido dejar su vida sedentaria y hacer un poco de ciclismo, por las llanas calles de su barrio playero. También estaba contenta por el buen tiempo primaveral que la había hecho trasladar sus útiles de escritura a la mesa de su terraza y así ver crecer las florecillas perfumadas del jazmín.
Pero una llamada le truncó todo:- He tenido un accidente de moto y estoy en urgencias en el hospital, expresó con voz mecánica Julio.
Deprisa se fue en un taxi y al cabo de horas de espera lo pudo ver: el brazo y la pierna derecha inmovilizados.
Lucía dio gracias a que no hubiera sido mucho peor pues mientras hay vida hay esperanza.
Los amigos cercanos ayudaron turnándose en el hospital con Lucia y así ella pudo descansar.
Julio se ha ido reponiendo de ánimos y de físico y ahora está haciendo rehabilitación.
Y Lucía ya pasea con su Nina y ve crecer las espigas de trigo que hay plantadas en un jardín cerca de su casa. También las campanitas silvestres de color lila que crecen junto a ellas. Y está animada preparando ricas ensaladas de pasta, bacalao fresco a la vizcaína y otros platos que tanto le gustan a su Julio.
Dios aprieta pero no ahoga, piensa Lucía  o  Después de una racha mala viene una buena.Y que si reflexionamos podemos salir de ellas hechas más personas y recomponer de nuevo nuestras ilusiones e incluso agrandarlas.


Maribel Fernández Cabañas